Hablando se entiende el presente: "Algoritmo"
Entrega 2: colaboración Cósimo & Inteligencia Natural
La realidad cambia muy rápido y con ella nos llueven ideas y términos que tenemos que empezar a comprender. Con este experimento de conversación, Zakarías Zafra (autor del newsletter Inteligencia Natural) y Rafael Osío Cabrices (coautor del newsletter Cósimo) juntan sus incertidumbres para acercarse a esos conceptos emergentes y ampliar la plática.
ALGORITMO: En matemáticas, lógica, ciencias de la computación y disciplinas relacionadas, un algoritmo (del latín algorithmus y este del griego arithmos, que significa «número», quizá también con influencia del nombre del matemático persa Al-Juarismi) es un conjunto de instrucciones o reglas definidas y no-ambiguas, ordenadas y finitas que permite, típicamente, solucionar un problema, realizar un cómputo, procesar datos y llevar a cabo otras tareas o actividades. Dado un estado inicial y una entrada, siguiendo los pasos sucesivos se llega a un estado final y se obtiene una solución (...) En términos de programación, un algoritmo es una secuencia de pasos lógicos que permiten solucionar un problema (...) En general, no existe ningún consenso definitivo en cuanto a la definición formal de algoritmo.
Fuente: pues Wikipedia
Rafael Osío Cabrices
El término con el que te aguijoneo yo ahora no es nada reciente, y hasta lo manejábamos en nuestras vidas escolares sin internet, pero ahora está en todas partes, se atraviesa en nuestras relaciones con los demás, media buena parte de nuestro cotidiano roce con el mundo. Los algoritmos que estructuran los motores de búsqueda, las cookies, las apps que usamos nos proponen cosas que según ellos nos van a gustar (productos, canciones, series) y nos dirigen a sitios web que según ellos son lo que queremos visitar, con ideas que confirman lo que ya creemos pensar. Los algoritmos responden a las primeras decisiones que tomamos en un sitio web -o que la data registrada en nuestros dispositivos, personalidades digitales o direcciones IP dice que tendemos a tomar- y a partir de ahí deciden por nosotros.
No son sino circuitos de instrucciones, procedimientos. No son gente, pero han sido diseñados por gente, se alimentan con las decisiones que tomamos nosotros y otras personas, y terminan decidiendo por nosotros, o más bien llevándonos a decidir determinadas cosas.
Pienso mucho en cómo un algoritmo cree “conocerme”, o “conocer” una cultura. Ya te preguntaré cosas más específicas pero arranco con esto: ¿tú estás también preguntándote, en tantos pasos que das en internet, hasta qué punto eres autónomo o estás siendo nariceado por un algoritmo?
Zakarías Zafra
Nariceados siempre. Ese, creo, es el primer acto de consciencia o de contrición que hay que hacer en el mundo hiperconectado del capitalismo cibernético: no existe la autonomía. O mejor: si quieres ser libre de los algoritmos, tienes que salir por la puerta de atrás del antisistema. Es decir, por la desconexión radical. Pero sí hay algo que puedes hacer: configurar los algoritmos “a tu favor”, para que la experiencia de consumo en red sea un poco más acorde a tus intereses y, cómo no, a tus prejuicios. Que te nariceen para donde tú quieres, pues. Esto, obviamente, produce un espiral de aburrimiento enorme, porque a cada cierto tiempo (si eres una persona curiosa, claro) tienes que romper tu propio cerco y ver qué hay más allá de la gente con la que interactúas y el post al que le das click y a la publicidad que te interesó la última vez.
Me reí leyendo la entrada de wikipedia sobre el algoritmo, porque me hizo recordar la portada del Álgebra de Baldor y que yo siempre asocié la palabra algoritmo con ese pana del turbante que me daba tantos dolores de cabeza en el bachillerato.
Creo que, a diferencia del mínimo común múltiple y el máximo común divisor, jamás imaginamos que esa secuencia matemática iba a ser determinante para nuestra experiencia vital dos décadas después.
Trajiste un término interesante: “conocerme”, a mí y a mi cultura, que deja ver esa particular relación afectiva que tenemos con nuestras pantallas y aplicaciones, que siempre nos dan lo que queremos (porque, al margen de los grados de neurosis de cada quien, somos predecibles en la medida en que siempre queremos lo mismo) y, además, nos lo sirven envueltos en formatos y en posibilidades de compra acordes a la segmentación del mercado a la que pertenecemos.
Son tan exactos los algoritmos, que durante un tiempo me puse a ver anuncios de Mercedes Benz, Rólex y todas esas marcas que estimulan el lado vanidoso de uno, y los coñosdemadre me siguieron mostrando Didi, Shein y Chevrolet.
Es como si te dijeran: “ok, te dejamos el camino libre para que navegues en tu sueño, pero tu realidad es esta”, lo que es igual a decir: “esta es tu capacidad de consumo”, ergo, aquí perteneces para la big data.
Vigilancia en pasta.
De modo que te puedo devolver la pregunta a partir de tu huella digital, o sea, tu teleexistencia, lo cual nos llevaría casi al paroxismo: ¿no crees que tu propia personalidad virtual es un subproducto de esos algoritmos? O a ver si me sale menos retórico: ¿será que los algoritmos no te naricean, sino que nosotros mismos construimos nuestro propio cerco, tal como hacemos offline, donde la autonomía no es más que moverse cómodamente entre lo conocido?
ROC
Claro que constituimos nuestro propio cerco, pero estimulados y asistidos por la lógica de los algoritmos. Si vemos la cuenta de alguien en Instagram por más de unos instantes, la app nos mostrará más contenido de esa misma cuenta. Si buscamos un tema en Google, el motor nos llevará a lugares parecidos a partir de entonces. Si compramos en Amazon las traducciones de Eurípides de Ann Carson, nos va a recomendar su Oresteia. Y así. Son cámaras de eco. De ese modo, quien consulte en internet una teoría que dice que la tierra es plana, porque algún imbécil le dijo “busca en internet para que veas que es verdad”, se encontrará en adelante otros sitios que repiten lo mismo y caerá en la ilusión de que mucha gente lo piensa, de que hay mucha evidencia sobre eso, de que es verdad.
A mí lo de las cámaras de eco, tanto con las teorías conspiratorias o las opiniones fanáticas, como esos cercos de consumo en los que terminamos alojándonos, me asustan mucho porque me parecen clave para encajonarnos a todos en compartimentos estancos donde nos convencemos de tener la razón porque no vemos ni escuchamos nada más.
Receta perfecta para acentuar esta incapacidad del consenso democrático y este clima de todos contra todos que hoy tenemos por esfera pública, en todos lados. Y en eso tienen mucho que ver la crisis de la instituciones tradicionales y todos esos procesos ya muy conocidos que arrancaron hace muchas décadas, pero sin duda que el algoritmo lo aceleró, al repetir en cada de nosotros esos circuitos que nos llevan a repetir las mismas rutas en la sabana del conocimiento universal en vez de probar con otros senderos.
Debo decir también que hay algoritmos mejores que otros. Con el de Spotify he descubierto un montón de músicos que no conocía, cuando me muestra artistas relacionados con uno que sí conozco. Claro que eso funciona bien cuando las categorías del algoritmo son ricas y están bien alimentadas, con la música que viene de fuertes industrias culturales. No es el caso de la música venezolana en Spotify, donde si escuchas a Yordano viene y te recomienda vainas que no tienen en común sino el origen venezolano, como Maracaibo 15. Es como si te recomendara a Kool and the Gang porque escuchaste a Springsteen.
La cultura latinoamericana tiene presencia en esa plataforma, pero el desorden o la debilidad de su taxonomía en la metadata de la plataforma impide que el algoritmo comprenda sus diferencias.
¿Cuál es tu feeling sobre las cámaras de eco, mercantiles e ideológicas?
ZZ
Fíjate que en los tiempos gloriosos de Twitter, es decir, en la década 2010-2020, cuando todavía significaba una plaza de opinión pública más o menos importante, yo manejaba una teoría informal que ahora puedo entender desde la cámara de ecos. Las veces que algún tweet mío alcanzó cierta viralidad, siempre se repitió el mismo patrón: después del like 400 aparecían los haters. Los primeros 100 likes eran gente que te aplaudía o que al menos compartía tu idea con diversos compromisos emocionales. Los 200-300 likes siguientes eran de escépticos. Pero de los 400 “me gusta” para arriba empezaban los insultos, las frases de odio, la descalificación, el reino de las falacias ad hominem. Obviamente no estoy hablando de cifras exactas, pero era muy claro cuando la cámara de eco se rompía.
La viralidad –positiva o negativa– implicaba acceder a otras mentalidades que te veían como una amenaza a su propia visión de mundo o en todo caso como una ruptura de su feed ideológico.
Y lo mismo pasaba con uno, sobre todo en momentos de crispación política (la Venezuela polarizada hasta 2017, por ejemplo) y en los meses álgidos de la pandemia: cuando aparecía un pensamiento contrario, una hipótesis diferente, una opinión que contradecía en algo a la propia, uno lo purgaba casi como un virus, con los botoncitos de bloquear o silenciar.
Hoy la cosa es mucho más agresiva porque los algoritmos se han perfeccionado, todos estamos mucho más conectados que antes (hay más dispositivos, cientos de miles de aplicaciones, mejores integraciones entre plataformas) y las sociedades están apuntando hacia la tribalización, es decir, hacia la concentración en clusters identitarios cada vez más cerrados, con ideologías casi dogmáticas y sus propios programas políticos, culturales y mercantiles. Y si a eso le sumamos el tiempo que pasamos al día conectados al teléfono, revisando Tik Tok o hablando por Whatsapp o consultando en Google, tenemos esta proyección de ida y vuelta de nuestro universo mental como una totalidad. El paisaje de nuestras redes: puro sesgo de confirmación.
Cada vez estamos menos dispuestos a escuchar a los otros, a cuestionar nuestras propias creencias y concepciones de mundo, básicamente porque no tenemos tiempo ni confianza para eso. La vida fuera de la red se ha convertido en un espiral de trabajo precario y gratificación inmediata, y no hay espacios seguros ni para la expresión de las diferencias ni para el consenso político. Entonces nos retiramos a nuestro cerco de entretenimiento y autoeducación, donde siempre terminaremos reforzando nuestros prejuicios, pero también nuestros gustos, y con ellos nuestras inclinaciones de compra.
Esto, evidentemente, es una mina de oro para los anunciantes. “The richest are in the niches”, dice una máxima del márketing, lo que significa que mientras más segmentado el consumidor, mejores los rendimientos. Esto no es malo per se (¿qué sería de mi experiencia en línea si me inundaran todos los días anuncios de makeup o de tiendas de repuestos?), pues es lícito y necesario en el comercio en línea alcanzar al consumidor ideal de tu producto o servicio y viceversa, pero se torna peligroso cuando se utiliza la misma lógica del e-commerce para empaquetar ideologías, cosmologías, preferencias políticas, simplificándolas al punto de caer como una mercancía más en la trama matemática de los algoritmos.
Si volvemos la mirada al hecho de que las cámaras de eco son en cierta medida inevitables en este mundo hiperconectado y que la forma de escapar de ellas es a través de la desconexión radical, me queda una pregunta más que hacerte: ¿cómo se puede pensar una teleexistencia más despierta, más libre, sin caer en la resistencia peleona ni en la paranoia de la autovigilancia frente a cada movimiento que uno da en internet?
Me recuerda otra vez al Álgebra de Baldor: para superarlo, no podías pasarlo por alto. Tenías que entenderlo y aprender a vivir con él.
ROC
Creo que empezando por recordar que:
hay existencia más allá de la teleexistencia: soltar el teléfono para leer libros en papel que te recuerden que hay cosas más largas y complejas que el “contenido” y más antiguas y lentas que la pantalla. Soltar el teléfono para cocinar, para conversar con alguien, para mirar el cielo, para no hacer nada.
hay tiempo estable y observable más allá de lo inmediato y fugaz del feed: combinar el inevitable (pero administrable, controlable) consumo de contenido mediante el dispositivo con experiencias de lectura, viaje, contacto directo y sensorial con cosas más grandes, complejas y viejas que un video de diez segundos en TikTok: desde una montaña hasta una ciudad, desde un río hasta una biblioteca, desde una larga sobremesa con gente que quieres hasta una buena caminata a solas.
había y hay una vida antes de que nos pusieran un celular en la mano, antes de conectarnos a internet
éramos y somos personas, seres humanos, antes de que nos llamaran followers.
Estoy convencido de que podemos recuperar el control del algoritmo sobre nosotros, si decidimos hacerlo, individualmente. ¿Estás de acuerdo?
ZZ
Control del algoritmo de esa máquina a veces desordenada que es la cabeza. En otras palabras: dominio de sus operaciones que funcionan casi con precisión matemática: los pensamientos y los hábitos.
Coincido totalmente.
Seguimos.
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