Una serie: Katla
Islandia, ese país inalcanzable en el poema de Eugenio Montejo, es hoy un destino turístico popular y una presencia común en el cine por sus locaciones increíbles. Pero además de eso, me llama la atención que una nación con menos de un millón de habitantes tenga una televisión de tanta calidad que pueda producir series internacionales como Trapped y ahora esta, Katla, una historia sobrenatural de ocho episodios en Netflix, con un poco de horror metafísico, digamos, que te gustaría si te gustó la alemana Dark o si te gustan los thriller nórdicos.
Katla es un volcán, que un año atrás del comienzo de la historia hizo erupción, y desde entonces no ha dejado de soltar ceniza sobre una región en la que casi todo el mundo se ha ido. El problema es que comenzó a aparecer gente que no tiene por qué estar ahí, y en perfecto estado de salud: una joven guía local que había desaparecido en una grieta durante la erupción; una mujer sueca que se había ido de la isla hace veinte años; y un niño que murió en un accidente tres años atrás.
Aquí confluyen temas que hemos visto en series como Les Revenants y en libros como Pet Sematary (qué pasa si tus seres queridos que han muerto empiezan a regresar), y en las muchas revisitas de las leyendas del Döppelganger o de las civilizaciones subterráneas. Aquí se juntan las noticias en los últimos años con las erupciones de los volcanes islandeses y su impacto en el tráfico aéreo con la memoria de Pompeya y Herculano y esa naturaleza poderosa y mágica de las canciones de Björk. Te advierto que Katla es bien fuerte y bien oscura, pero que vale la pena por la inteligencia con que te plantean misterios complejísimos de los que uno no se va a encontrar fácilmente por ahí. Porque uno tiene que confrontar muchos problemas en la vida, pero nunca el de toparte con una persona que es totalmente idéntica a tu yo de hace veinte años.
Una película: Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson
En esta película hay tantas secuencias en los que los personajes principales están corriendo delante de un dolly que uno se da cuenta de que es un recurso deliberado para hacernos ver o recordar que cuando uno es joven uno corre mucho, física o metafóricamente, más por exceso de energía y de pasión que por miedo a que las cosas estén a punto de acabarse (como pasa después). En Licorice Pizza -título que viene de una cadena de pizzerías en California, y que alude a la naturaleza nostálgica de esta historia- los dos protagonistas van a la carrera de un lugar a otro, de un instante a otro, como si supieran que si se demoran unos segundos su historia va a ser totalmente distinta.
Esta es una historia de amor entre una chama de más de veinte que no sabe qué hacer con su vida y un chamo de menos de veinte que parece tenerlo todo demasiado claro, y sobre todo de amor a una época analógica donde todo se podía tocar, habitar, llenar de gente. Hay muchas cosas estupendas en Licorice Pizza, pero lo que más me conmovió a mí fue la reconstrucción de esos escenarios donde ensayábamos cómo ser adultos... o donde creíamos estar ensayando sin darnos cuenta de que la función real ya había comenzado y teníamos al público juzgándonos más allá del oscuro borde del proscenio.
Un libro: Exhalation, de Ted Chiang
Ted Chiang es un escritor estadounidense, inmigrante chino de segunda generación, formado en computación y con una carrera como escritor técnico, esta gente súper especializada que sabe escribir manuales y procedimientos para industrias específicas. Pero también es uno de los autores de ciencia ficción más importantes de nuestra era. Leyendo su libro de cuentos y novelas cortas Exhalation, me recuerda el tono y la amplitud imaginativa de Ray Bradbury, pero Chiang se vale de su formación profesional para plantear las grandes cuestiones siempre presentes en la buena ciencia ficción en torno a un asunto central en nuestras vidas presentes: cómo nos relacionamos con la tecnología. Cómo usaríamos un artilugio que nos pueda transportar a veinte años en el futuro o el pasado de nuestra propia vida, donde podemos conversar con nuestro yo de entonces. Cómo haríamos si una mascota digital que habla como un niño de tres años es descontinuada por la empresa y se nos presenta la opción de adoptarla porque nos hemos encariñado con ella en un mundo donde ya casi no quedan animales salvajes. O cómo nos relacionaríamos con nuestro cuerpo si fuera mecánico y se moviera con aire comprimido. Chiang - que lleva cuatro Nebula y cuatro Hugo, los mayores premios del género, y que inspiró Arrival con su relato “Stories of Your Life” - brinca entre varias sensibilidades del universo de la ciencia ficción, como el steampunk o un cuento árabe que parece de Borges, para mostrarnos, por si todavía hace falta, que aquí hay también una gran literatura.
Un álbum: Clamor, de María Arnal y Marcel Blagués
Soy el primero en admitir que lo más fácil y lo más reconfortante es quedarse en lo que uno conoce mejor, en la música con la que ya tenemos un vínculo, pero si uno no se fija en la música nueva se pierde también muchas buenas cosas. Y no es justo ni con los artistas que están creando hoy, ni con nosotros mismos.
Este dúo catalán está rodeado de aparatos electrónicos y mirando al futuro, pero también al pasado. En este disco de 2021 tienen una canción medieval auténtica, de una adivina, y lo demás son piezas recientes. La música que hacen me parece interesantísima, con patrones rítmicos fuera de lo común y una sensibilidad melódica que desde el primer compás te dice que ellos son muchos más que gente pulsando botones o entregada a la voluntad absoluta de un productor de hits en serie.
Un artista: Conector
Muchos de nosotros conocemos la banda colombiana Aterciopelados. Mucho menos conocido es el proyecto individual de uno de sus dos fundadores, el veterano compositor, productor y guitarrista bogotano Héctor Buitrago: Conector. Se llama así porque conecta la riquísima música tradicional colombiana, mucho más allá del vallenato y la cumbia, con los muchos recursos de la electrónica, una mirada cultural que puede asomarse a otras lenguas, a lo indígena y a lo africano, y una gran capacidad de ejecución para juntar todas esas cosas y que queden bien. De Carlos Vives y Sidestepper a Bloque y cosas más comerciales como Bomba Stéreo, Colombia tiene una experiencia muy provechosa haciendo pop lo tradicional, pero Conector se va más por lo atmosférico. Es una música que te acompaña para trabajar, para caminar, para comer, y que te hace mucho bien en la cabeza. Tiene varios álbumes (entre los que te recomiendo en particular “Conector”, de 2006) y los puedes escuchar todos en Spotify o en YouTube.
Un podcast: Stories
Los podcasts no solo te sirven para aprovechar el tiempo para amoblar tu cabeza mientras estás fregando, cocinando, limpiando o manejando. También son tremendo recurso para practicar un idioma que uno está aprendiendo o para conservar uno que ya se tiene (más si te ofrecen las transcripciones, como es el caso aquí). Yo acudo a ellos para mejorar mi francés y para no perder el italiano que logré aprender antes. Para este último he encontrado unos buenísimos, entre ellos uno que ha sido un éxito por su formato y ya lleva 175 episodios: Stories. Cada día laborable de la semana, Cecilia Sala y su equipo escogen una historia para entender nuestro mundo y la cuentan, pero muy bien. A mí como periodista me parece increíble cómo le dan la vuelta a las cosas y cómo logran meter tanto la calidez del audio como la precisión del analista en un tiempo tan corto, y tan pronto respecto al acontecimiento que quieren explicar. Hoy, por ejemplo, el episodio explica por qué Putin hizo bombardear varias ciudades ucranianas, Kyiv incluida, y qué logra con eso. No es un noticiero ni un recorrido veloz por los titulares, sino un contacto de diez minutos con una sola historia, muy bien escrita y narrada, que nos da una idea del estado de las cosas en este planeta donde vivimos.
Un autor: Charles Schulz
Hay cosas de nuestra infancia que, de tan obvias que nos resultan, se nos olvida enseñar a nuestros hijos. Desde niña soy fanática (me parece justo aclarar de entrada que aquí hay cero objetividad) del trabajo de Charles Schulz. De los pocos objetos de mi infancia que conservo intactos, tengo un muñeco de Snoopy me saluda desde la biblioteca de mi habitación. Pero hace un par de años caí en cuenta de algo que me dejó pensando: el humor de Schulz no estaba necesariamente dirigido a los niños. Y sin embargo, yo recuerdo que me encantaba.
Lo que hacía este autor en su popular tira cómica (que yo leía traducida en el periódico) era un humor más parecido al que ves en The New Yorker que a cualquier otro material para la infancia. En el caso de sus cortos o películas animadas (me refiero a las viejas, hechas a partir de dibujos y no de imágenes digitales en 3D), aunque había algo más parecido a una historia para niños, los chistes, las situaciones y los rasgos de sus personajes, siguen teniendo hoy ante mis ojos de adulta una enorme madurez. Diría que hoy me dan todavía más risa que entonces, pero cuando mi hija me pide que le explique algún chiste y luego ríe a carcajadas, lo dudo. Tal vez es solo cuestión de referencias, porque la inteligencia y la sensibilidad de los niños es enorme. Y Schulz lo tenía muy claro.
Todo esto para decir que si todavía no le han enseñado a sus peques la maravilla que es Charlie Brown y compañía, les invito a hacerlo. Para empezar propongo el corto La Gran Calabaza (It’s The Great Pumpkin, Charlie Brown), que data nada menos que del año 1966, y se adapta muy bien a esta época de fanatismos e irracionalidad. Punto adicional es la música de Vince Guaraldi, una de las mejores maneras de introducir a los peques también al jazz.
Cynthia Rodríguez es la fundadora de UpaUpa, una web para la preservación de nuestra lengua y la promoción de la lectura en la infancia.