Una serie: Atlanta
Hay grandes descubrimientos esperando por uno en la inmensidad de la cultura contemporánea si uno se atreve a ignorar sus prejuicios. Yo los tengo sobre el rap y el hip hop, en el sentido de que son géneros que en general me parecen monótonos, musicalmente pobres. Sé que en muchos casos no es así, que hay cosas muy interesantes en ese mundo, y ni hablar de la popularidad y el nivel profesional que están asociados a él, pero simplemente yo no escucho rap ni hip hop. De modo que cuando me enteré de que la serie Atlanta (en Canadá en Disney+) trataba de las aventuras de unos raperos en la capital del estado de Georgia, la descarté. Hasta que vi que gente que respeto la aprecia, probé a darle un vistazo, y me quedé pegado.
No hace falta ser un conocedor del rap ni mucho menos un fan: el rap es el pretexto. El tema es el rollo racial en EEUU: cómo los afroamericanos se ven a sí mismos, cómo hay distintas maneras de vivir como afroamericanos en ese país, y cómo se relacionan con los blancos.
Atlanta no es una historia heroica de los derechos civiles o violenta sobre el Ku Klux Klan. Es comedia sobre el presente, inteligentísima, muy bien filmada, actuada y escrita. La primera temporada es una gran picaresca; la segunda, parece una colección de minipelículas, a cuál más interesante, que recuerdan mucho a Get Out y Us de Jordan Peele.
Una película: Las mil y una noches de Pasolini
Con el cine de Pier Paolo Pasolini también tuve que ignorar mis prejuicios. No me preocupaba por ver sus películas porque desconfiaba de su compromiso político y de su necesidad de provocar, o porque me intimidaban sus temas, como en el caso del último largometraje que estrenó antes de que lo mataran: Saló, los 120 días de Sodoma. Pero mi obsesión con la cultura italiana y la presión que crece con la edad de ver obras consideradas imprescindibles me llevaron a probar con su “trilogía de la vida”: sus versiones de El Decamerón (1970), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974). Empecé con el Decamerón, versión de ese gran libro que tengo entre ceja y ceja desde hace años y que seis siglos después sigue muy presente en la cultura, antes de la pandemia con aproximaciones como The Little Hours y durante ella con colecciones de crónica como The Decameron Project. Terminé viendo las tres en Criterion Channel en cuestión de pocos días.
Cuando vi la torpeza con que se rodaron muchas escenas y lo molesto que puede ser el doblaje (necesario no para cambiar de idioma sino por las fallas del sonido original), mi reacción fue preguntarme por qué con esta factura a Pasolini le daban tantos premios si muchas películas venezolanas y latinoamericanas de ese momento tenían fallas similares y eran despreciadas por los espectadores y los críticos. Pero no dejé de ver, y lo siguiente fue fijarme cómo Pasolini usaba unos pocos actores profesionales y un montón de extras, pero no solo gente común, y comprendí que estaba sacrificando pulcritud de interpretación por autenticidad: la gente que ves en sus películas se parece mucho a la que describen Boccaccio, Chaucer o los recopiladores de Las mil y una noches: gente desdentada, coja, maltratada por la pobreza. No me sorprendió que Pasolini se aprovechara de increíbles locaciones en Italia para su Decamerón, pero cuando hizo lo mismo en Inglaterra y luego en Yemén, Irán y Etiopía, me di cuenta de que estaba rodando en lugares reales, no en decorados de un estudio, con la cualidad insustituible de la antigüedad. Lugares que en algunos casos ya no existen. La última me pareció la mejor: violenta, sexual, con una apertura queer que parece más de esta época que de lo que supongo fueron los 70 en Italia.
Las tres películas reproducen el espíritu irreverente y atemporal de esos grandes clásicos. Finalmente entendí a Pasolini, por qué si era tan descuidado en unas cosas sigue siendo todavía tan impresionante en otras.
Un libro: The Modern Loss Handbook, de Rebecca Soffer
Hace nueve años, mientras aún procesaba las muertes de sus dos padres con poco tiempo de diferencia, la periodista estadounidense Rebecca Soffer (quien por cierto vivió y trabajó en Venezuela) creó con dos amigas Modern Loss: una comunidad de eventos, newsletters, testimonios y conversaciones sobre la experiencia del duelo. El espíritu de este proyecto consiste en que el duelo no se resuelve con tonterías de autoayuda ni clichés, que se queda y evoluciona con uno, y que se hace parte de la vida, algo que hay que aceptar en todo su horror y aguantar en toda su magnitud, pero con inteligencia, con franqueza y hasta con humor. Cuando las pérdidas por la pandemia explotaron en EEUU, el proyecto tuvo que crecer por la demanda de preguntas y testimonios, y Rebecca publicó un primer libro de ensayos. Pero con todo lo que ha aprendido en el camino con su experiencia y la de otros, hizo un nuevo libro que es muy particular: un manual de ejercicios para el duelo, que se está convirtiendo un best seller porque se empezó a vender en masa incluso antes de salir al mercado. A Rebecca la están entrevistando en un montón de medios y el libro saldrá también en otros idiomas (lamentablemente no en español todavía). Hoy mismo lo presenta en la librería Rizzoli de Manhattan, al día siguiente de otra matanza en una escuela.
Rebecca dice que hizo el libro que le hubiera gustado tener cuando trataba de entender y de manejar la pérdida de su mamá y su papá. El manual de Modern Loss es una herramienta de meditación, de auto conocimiento, de reconstrucción, sin pendejadas ni un montón de teoría psicológica ni doctrina religiosa, algo que yo nunca había visto para un tema como éste. Y bueno, a todos nos ha tocado lidiar con un duelo, y a todos nos va a tocar.
Un álbum: Shifting Sands, de Avishai Cohen
Una cosa maravillosa que tiene el jazz es que se hace en muchos lugares del planeta, y como su espíritu es la improvisación, admite en cada sitio mucho aporte de las tradiciones y las sensibilidades locales sin que deje de ser reconocible como jazz. Un caso es el del contrabajista israelí Avishai Cohen, que trabaja con formaciones pequeñas con músicos que vienen de muchos sitios y un rango que parte del jazz acústico contemporáneo para incorporar ritmos, instrumentos o sonoridades de su propia herencia. Formado entre Israel y Estados Unidos, donde tocó con Danilo Pérez y Chic Corea, Cohen canta en inglés, hebreo y ladino, conoce bien el jazz latino, y ha sido muy prolífico y regular en sus discos. Shifting Sands acaba de salir y es una buena manera de comenzar a explorar su trabajo, si no lo conoces.
Un artista: Helado Negro
Nacido en el sur de Florida de padres ecuatorianos, Roberto Lange, mejor conocido con su stage name de Helado Negro, es un músico y artista visual que usa el pop, la electrónica y el performance para hacer experimentos artísticos, con una sensibilidad diferente a la que pueden tener otros creadores que usan la música como vehículo principal pero no único, como Björk, David Bowie o Lido Pimienta, que comentamos ya en Cósimo. A mí me intriga y me estimula lo que hace Helado Negro, aunque no necesariamente me gusten sus canciones, debe ser porque me recuerda que aunque a veces parezca lo contrario, sigue habiendo artistas originales que hacen lo que les parece y no lo que se supone desde el mercado o la moda o el conformismo del mainstream que deben hacer. Aquí pueden ver sus videos y escuchar su música.

Un podcast: Basta chicos
Tal vez algunos de ustedes conozcan la Revista Anfibia de Argentina, un proyecto de crónica y ensayo más bien experimental. Pues tienen una buena oferta de podcasts, y uno de ellos, que me recomendó un especialista en comunicación, tiene más de tres millones de escuchas en Spotify. Es la historia en diez episodios de una celebridad en Argentina, un tipo muy famoso que representó una era de desenfreno y que hizo de la frivolidad una profesión, y que tras su muerte prematura se convirtió, pues, en meme. La verdad es que una historia jugosa si te gusta un buen chisme, pero sobre todo es un estudio sobre cómo se construye la fama, cómo hay gente cuya profesión es justamente ser famosa, y cómo o por qué eso ocurre no solo en EEUU con las Kardashian sino también en un país como Argentina.
Una editorial: Ekaré
Si hay una casa editorial a la que puedo decir que debo mi formación como lectora y coleccionista empedernida de libros para todas las edades es Ekaré. Fundada en Venezuela, en 1978, por Carmen Diana Dearden y Verónica Uribe, comenzó como un departamento dentro del Banco del Libro, incursionando en la publicación de cuentos de las etnias indígenas venezolanas con El Rabipelado Burlado, de los pemones, que daría origen a la misma colección donde también fueron publicados El Cocuyo y la Mora (de 1978 y mi favorito de niña), El Burrito y la Tuna (1983) y El Dueño de la Luz (1994).
Pero Ekaré, que quiere decir “narración nueva” en la lengua pemón, ha hecho mucho más que rescatar todas esas leyendas para lectores de todas las edades. Es una editorial de referencia en el mundo de la literatura infantil y juvenil de Hispanoamérica, que ha popularizado no solo a lo mejor de los autores de la región, como Monika Doppert, Ana María Machado, Aquiles Nazoa, Teresa Durán y Javier Saez Castán, entre otros; sino que nos trajo las primeras ediciones de muchos autores clásicos traducidos al español, como Alexis Deacon, Satoshi Kitamura, Ron Brooks, Margaret Wild, Helen Oxenbury, Tomi Ungerer, Arnold Lobel, Leo Lionni, Ed Young, Max Velthuijs y David McKee, entre muchos más, que cayeron en nuestras manos gracias a su incansable labor.
Hoy en día Ekaré sigue haciendo maravillas de libros, con sedes en Caracas, Santiago de Chile y Barcelona, y trabaja activamente para seguir contribuyendo a formar a jóvenes lectores. Me atrevo a decir que tener libros de Ekaré en casa no es solo recomendable, sino que hasta podría ser visto como un acto de resistencia, de ayudar a preservar en nosotros esa Venezuela civilizada, que, afortunadamente, se rehúsa a desaparecer.
Cynthia Rodríguez es la fundadora de UpaUpa, una web para la preservación de nuestra lengua y la promoción de la lectura en la infancia.